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Un cachito de justicia

Marcos Pérez Esquer.- El espectro de la violencia machista contra las mujeres es amplísimo. Abarca desde la violencia más sutil como la que implica pagar a una mujer menos sueldo que a un hombre por igual trabajo, o el mal llamado “piropo”, que no es otra cosa que hostigamiento sexual callejero, hasta las más repugnantes prácticas de violencia intrafamiliar, de abuso y violencia sexual, de lesiones por odio, y hasta la más extrema, la violencia feminicida. Contra todo ese espectro de violencias y mucho más, tiene que vivir más de la mitad de la población.

Ciertamente el fenómeno no es nuevo, pero la violencia más grave, la feminicida, sí que ha ido en rápido aumento, a grado tal que ya la ONU advierte respecto de lo que ha dado en llamar una “epidemia de violencia contra las mujeres” en México. Diez mujeres sucumben cada día en nuestro país en las garras de esa violencia feminicida, y de esas diez, al menos una es una niña.

Hace unos días un buen amigo me decía que por cada mujer que asesinan, ocurren diez homicidios dolosos de varones, y que por lo tanto, la epidemia de hombres asesinados es aún más grave que la de los feminicidios.

Desde luego no intentaré siquiera restar importancia al fenómeno generalizado de la violencia que propició 35,588 asesinatos en 2019 (el año más violento de que se tenga registro histórico). Este es un problema de la mayor envergadura que exige acciones contundentes e inmediatas por parte del Estado… (no abrazos).

Sin embargo, creo que hablar de homicidios dolosos y de feminicidios como si fuesen problemas equivalentes es un error de fondo. Es un error de fondo porque oculta el hecho de que no es lo mismo “feminicidio” que “femicidio”.

La palabra “femicidio” llegó al idioma español desde el inglés, es decir, desde la noción estadounidense de “femicide”, que alude al asesinato de una mujer, pero sin importar quién lo comete, por qué lo comete, y en qué condiciones sociales lo comete (aunque hay quién opina que el “femicidio” sí implica violencia de género, más no responsabilidad estatal). Así, el término “femicidio”, no alcanza a expresar adecuadamente el fenómeno de lo que sucede con la violencia machista extrema de consecuencias fatales. No es una noción suficiente para describir el horror de la violencia de género en su máxima expresión.

El “feminicidio” en cambio, sí toma en cuenta todas esas circunstancias. Esta fue la reflexión que hizo Marcela Lagarde –según sus propias palabras-, cuando en el contexto del litigio ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos del asunto de las “muertas de Juárez”, mejor conocido como “Campo algodonero”, acuñó el término “feminicidio”. Acuñó un término que sí tomara en cuenta esas especiales condiciones.

Por esta razón es que el concepto “feminicidio” sí toma en cuenta primero, que el asesinato corre a cargo de un varón; segundo, que el motivo del mismo es el odio contra las mujeres, es decir, se trata de un crimen de odio -cosa que normalmente no ocurre con los homicidios entre los varones-, esto significa que la víctima de feminicidio ha muerto por el odio que un hombre le tiene a la mujer o por el solo y simple hecho de ser mujer, es justo por esto que antes (o después) de morir, la víctima suele ser torturada, violada, mutilada, desnudada, exhibida… porque hay odio de por medio, misoginia, control, sexismo. Y tercero, también toma en cuenta las condiciones sociales en las que ocurre el ilícito, esto es, el feminicidio conlleva implícitamente algún nivel de responsabilidad estatal, por acción o por omisión. El feminicidio es sistémico y ocurre a la sombra de la pasividad de un Estado que funciona bajo un diseño androcéntrico, masculinizado, que no protege a la mujer.

Por eso es que los homicidios dolosos y los feminicidios no son para nada comparables. La deficiente o nula reacción de la autoridad ante las denuncias presentadas a tiempo por la violencia que vivían Abril Cecilia que antes de ser asesinada fue atacada a batazos por su esposo cuando dormía; la que vivía Ingrid Escamilla a manos de su esposo quién finalmente la mató y la desolló; la que vivía la niña Fátima que antes de ser asesinada fue violentada en el seno familiar con sus vecinos como testigos, evidencian las carencias -y la corresponsabilidad- del Estado que no ha sabido o no ha querido actuar.

Cuando la familia te abandona, lo que te queda es el Estado, para eso es el Estado, pero nuestro Estado claramente no ha estado a la altura.

Y mientras tanto, el Presidente vende cachitos de lotería… ¿a cuánto el cachito de justicia señor Presidente? ¿a cuánto?