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¿Vivimos en un Estado de derecho?

Esther Quintana.- Con la expresión doctrinal “el imperio de la ley”, se designa el régimen jurídico al que los gobernantes se encuentran circunscritos, es decir, a la observancia de las normas de derecho establecidas en leyes y reglamentos. En sentido más estricto, el sometimiento no es sólo para los agentes del Estado, también a los simples particulares. Establecer un “gobierno de leyes”, dio lugar en la cultura jurídica europea, al ideal de imperio de la ley o rule of law, que sin duda es la piedra angular en la que se sustenta la legitimidad de nuestros ordenamientos jurídicos actuales. El jurista argentino, don Néstor Pedro Sagüés, expresa que dicha modalidad está dirigida a racionalizar el poder político creando la imagen de la nomocracia o gobierno de las leyes, es decir que para otorgarle validez y legitimidad a un acto de estado, este debe derivarse de una competencia prescrita en la Constitución.

En una sociedad civilizada se construyen sistemas políticos sujetos a los límites y preceptos de la legalidad. Así se les pone un cerco a los hombres y mujeres en el poder para que se circunscriban a las facultades y funciones que expresamente se les confieren en la normatividad jurídica. Es un no al ejercicio de potestades discrecionales. La sujeción se refiere a que existen normas jurídicas preestablecidas que se deben obedecer, antes que a funcionarios. Se trata del “gobierno de las leyes, no de las personas”.

La ley está por encima de todos. Si esto no funciona así, no existe tal imperio. El principio de legalidad es una máxima básica que estriba en que sólo puede hacerse aquello que esté expresamente mandatado por la Constitución o la ley, esto significa que los gobernantes y funcionarios tienen apenas facultades transitorias, revocables y condicionadas, derivadas de la norma que les otorga tal poder. Sus facultades siempre están limitadas, no hay lugar para la discrecionalidad. El Estado de derecho prohíbe la arbitrariedad, es más, la sanciona, de ahí que los poderes públicos cuando expiden cualquier ley, reglamento o sentencia, estén obligados a “motivar” la decisión basándola en normas preestablecidas. La inobservancia a este principio los vuelve ilegítimos.

Hay otro principio, el de la responsabilidad política y administrativa del Estado y de los funcionarios y magistrados, quienes deben asumir y reparar las consecuencias de sus actos cuando se adoptan violando la Constitución o la ley, o afectando derechos de los ciudadanos. De esta responsabilidad objetiva del Estado derivan los mecanismos institucionales y legales de rendición de cuentas ante órganos independientes. El otro principio es el de seguridad jurídica, elemento sustantivo del Estado de derecho, toda vez que es el que genera certeza a los ciudadanos de que sus derechos están protegidos y  que vulnerarlos da lugar a la comisión de delitos previstos legalmente. Bajo su égida se genera la confianza en las instituciones.

Y finalmente el principio de la división de las funciones del Estado. No olvidarnos que el Estado de derecho nació en contra del monopolio y la concentración del poder político, de ahí que éste se fraccione y se limite. La concentración del poder genera dictaduras, gobiernos totalitarios, abusos. La historia da cuenta de ellos. Observar la ley es el mínimo que le debemos a nuestro país a título individual, pero también volvernos intolerantes con los gobernantes que las infrinjan. El artículo 39 de nuestra Carta Magna postula con claridad meridiana que: “Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. Ojo, dice beneficio de éste. Y aprovechando el marco invocado.

En la Constitución de la República se prescribe que la organización de las elecciones es una función estatal que se realiza a través del INE y de los Oples. Que esa función está sujeta a los principios de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad. También, que el INE es autoridad en la materia, independiente en sus decisiones y funcionamiento, y profesional en su desempeño (Art. 41 const.) Por otro lado en el artículo 89 del mismo ordenamiento se establecen las facultades y obligaciones del Presidente, y no hay ninguna –son 20 fracciones– que le otorgue injerencia en las funciones electorales. Deje en paz al INE, presidente López Obrador.

Y ya basta de confundir deseos con realidades, sus planteamientos resultan ininteligibles, carecen del mínimo de sensatez, no están acordes con la investidura de un jefe de Estado. ¿De verdad a usted le importa México? Atienda su ministerio. La seguridad está por los suelos. La pandemia está haciendo estragos y la economía va en picada. Esas son las prioridades. Y respete la ley… bueno, de perdido las medidas sanitarias, póngase el cubre bocas.