Una patria inmóvil es lo que tenemos…
Charles Pépin, el filósofo francés, en su ensayo “La confianza en uno mismo”, afirma que sin la confianza resulta muy difícil luchar contra el estado de cosas que hoy se viven. Si no confiamos en nosotros mismos, para empezar, es bien complicado alcanzar lo que nos propongamos. Y esto es válido también para las instituciones.
Pépin apunta que hay tres aspectos sustantivos para incrementar la confianza: primero, hay que tenerla en nuestras propias capacidades, segundo, en el que tengo enfrente y sobre todo en la vida. Reconocer el valor del otro, es esencial. En el ejercicio de la política y en una democracia, la confianza es toral, porque en ella enraízan la deliberación, el diálogo, la negociación y la credibilidad de los procesos por los que transitan los consensos que le dan funcionalidad a la representación y a los sistemas políticos democráticos. Las instituciones democráticas necesitan de la confianza de la ciudadanía, cuando esta existe la gente robustece los instrumentos democráticos, es decir, el sufragio, la libertad de expresión, de asociación y de participación; asimismo, se respetan las normas que regulan los procesos políticos y se facilita la posibilidad de construir acuerdos entre los diversos actores públicos, sin conflicto y sin ruptura.
Cuando un gobierno a través de sus instituciones genera estas condiciones, la gente sabe que sus derechos serán siempre respetados y que las violaciones a la ley no quedarán impunes. A contrario sensu, si el estado de derecho no funciona o mal funciona, pues resulta que unos son más libres que otros, que la ley se aplica de manera discrecional, que hay impunidad y por ende los derechos no son los mismos.
Violar la ley sin consecuencias se convierte en práctica deleznable, y lo que se arraiga es la desconfianza. Nuestro país padece este mal… ¿Cómo podrán las instituciones públicas recuperar la confianza de los ciudadanos? Un aspecto sustantivo es que el gobierno, este de ahora y los que vengan, conozca sus limitaciones y no se empeñe en demostrar potencialidades de las que carece. También, abocarse a alcanzar un objetivo único: ser buen gobierno.
Un buen gobierno se diferencia de uno malo en que para el primero lo más relevante es priorizar los problemas reales de sus gobernados y ser capaz de solventarlos. Y para hacer esto se requiere acotar la corrupción, respetar la división de poderes y trabajar con alma y vida para lograr el bien común. Esto demanda asumir una política que no se regodee en destruir lo que hicieron bien sus predecesores nada más por vendetta, por odio, y/o por soberbia; entender que la obcecación no engendra confianza y que es el trabajo, y no la disputa permanente, ni el arrebato burlón con las otras fuerzas, lo que construye naciones fuertes.
Lo último que necesitamos los mexicanos es que el Jefe del Ejecutivo Federal abone de manera permanente al divisionismo entre quienes aquí vivimos. La democracia se fortalece con la pluralidad de pensamiento y la inclusión de todas las partes. Lo que hemos visto esta semana no abona ni a la confianza, ni a la preminencia del orden jurídico. El poder debe ejercerse sin estridencias separatistas, lo que hoy necesitamos es un gobierno que, por principio, se respete a sí mismo, dada la investidura que le otorgaron en las urnas en el 2018. En un contexto autoritario como el que hoy se va imponiendo, difícilmente la confianza puede germinar. El poder ejercido así se vuelve ciego y sordo a la realidad. ¿Por qué ese empeño en alimentar la polarización todos los días? ¿Por qué aferrarse a mostrar su incapacidad para la discusión, para polemizar sin argumentos y a exhibir su orfandad de espíritu autocrítico?
Escuché el discurso pronunciado por Barak Obama durante la convención de los demócratas, en la que eligieron a Joe Biden, como su candidato, recojo unas líneas del mismo… Tristemente aplicables al inquilino actual de Palacio Nacional: “…como mínimo, esperaríamos que un Presidente tenga un sentido de la responsabilidad por la seguridad y bienestar de los millones que somos, sin importar cómo nos veamos, cómo recemos, a quién amemos, cuánto dinero tengamos o por quién hayamos votado… Deberíamos esperar que, sin importar el ego, la ambición o las creencias políticas… mostraría algún interés en tomarse el trabajo en serio; que sentiría el peso del cargo y descubriría cierta reverencia por la democracia que fue puesta a su cuidado… no ha mostrado ningún interés en encontrar un terreno común; ningún interés en usar el increíble poder de su cargo para ayudar a cualquier persona que no sea él mismo o sus amigos; ningún interés en tratar la presidencia como cualquier otra cosa que no sea un reality show que puede usar para recibir la atención que anhela”.
Estamos bien lejos de poseer un capital social que nos permita como sociedad sentir nuestro el espacio público y desde ahí generar una cultura cívica que nos conduzca a vivir una democracia fuerte y de calidad. El tiempo se nos agota. Nuestra inmovilidad es insana. La van a pagar con creces las generaciones de niños y jóvenes que ya están aquí y las que vendrán mañana. Qué vergüenza…