La corrupción
Juan José Rodríguez Prats.- Es necesario decir cosas obvias que propicien coincidencias, que disminuyan la confrontación. Es tanta nuestra confusión que, para dilucidarla, debemos hacer evidentes hechos y verdades. Las confrontaciones estériles están carcomiendo la cohesión social. Empecemos por una: un gobierno sin autocrítica va al fracaso.
Creo que de la esencia de la cacareada cuarta transformación lo único que queda —y ya bastante diluida— es la lucha contra la corrupción. La disminución de la pobreza y de la desigualdad han sido intenciones frustradas. La inseguridad ha empeorado.
La designación de la defenestrada secretaria de la Función Pública fue una grave equivocación, enhorabuena a la ya tardía rectificación. El titular recién nombrado sí corresponde al perfil profesional requerido. Es también la oportunidad para replantear la política en su conjunto si es que en verdad hay el intento de hacer, seamos sensatos, menos deshonesta la administración pública.
El órgano idóneo para asumir la vigilancia del manejo de los recursos públicos, de la rendición de cuentas y para fincar responsabilidades es la Auditoría Superior de la Federación. Ahí está la razón de la división de Poderes. Desde la creación de la SFP hay una falla: un poder no se debe controlar a sí mismo. El Congreso es el que tiene la función aún más trascendente que la de hacer leyes: la de control, esencia misma de la división de Poderes. El problema desde el origen de la humanidad ha sido el abuso del poder. Sigamos con obviedades: un gobierno corrupto no puede ser eficaz.
De ninguna manera puedo afirmar que el gobierno de Peña Nieto fue bueno para México, pero cuando menos impulsó y permitió las reformas al sector energía, a la educación y la creación del Sistema Nacional Anticorrupción. Retroceder en esas materias es un garrafal error del actual gobierno.
Volviendo al tema inicial, hay que retornar a todo el andamiaje que se diseñó para combatir la corrupción. El saldo hasta hoy no es satisfactorio para nadie.
Entendamos otra obviedad: hacer creíble la política es uno de los más relevantes desafíos del siglo XXI. Hay experiencias dignas de imitarse, pero si nos asomamos a nuestra realidad más próxima, América Latina, la situación es patética. Lo peor es la desmoralización de los pueblos. La idea se arraiga cada vez más: estamos como estamos porque somos como somos, no tenemos aptitudes para ser demócratas, procedemos de culturas autoritarias, no tan sólo tenemos el gobierno que merecemos, sino que es consecuencia y reflejo de nuestra propia condición humana.
Desde luego que es un problema complejo. No se resuelve con simples ocurrencias, con declaratorias triunfalistas o con un aparato de propaganda que machaca cotidianamente las mismas mentiras. Requiere una gran convicción compartida. Un gran acuerdo que implique el despliegue institucional y la consabida autocrítica. Lo que se ha demostrado que funciona es el ensayo-error y la capacidad de corregir. A final de cuentas, todo consiste en un ejercicio elemental de congruencia. Qué dice la ley y cumplirla.
La cuenta regresiva ya inició para un gobierno que generó la más grande esperanza en el pueblo de México. Su decepción sería sumamente lamentable.
Que no suene a catastrofismo. En todas partes están brotando estallidos sociales: Hong Kong, Chile, Colombia… Hay indicios alarmantes en nuestra realidad, debemos estar prevenidos. Sería una irresponsabilidad mayúscula no hacerlo.
Los estudiosos de la política insisten en que, si no se precisan bien los propósitos y objetivos, no se instrumentan políticas de buenos resultados. No recuerdo el autor de esta frase: “El mal no se hace por el mal en sí mismo, sino por el bien que se pretende hacer si no es bien concebido”. Un gobierno se mide, no por sus intenciones, sino por sus resultados.