Hacer justicia
Juan José Rodríguez Prats.- Es difícil encontrar algún periodo de nuestra historia en que el ordenamiento jurídico haya estado tan resquebrajado como en nuestros días. No estoy afirmando que sea algo novedoso, siempre ha habido denuncias por la inobservancia de las normas. Jesús Reyes Heroles insistía en el “relajamiento” de la ley, tanto en su elaboración como en los procesos de su aplicación. Pero ni en el Porfiriato, que contó con buenos juristas como integrantes del Poder Judicial, ni en el largo periodo del príato ni en los breves tiempos del PAN se dieron en el poder los escándalos que cotidianamente sacuden hoy a nuestra opinión pública.
¿Cuándo habíamos visto que los más relevantes delincuentes del crimen organizado fueran juzgados en otra nación y que desde allá nos informaran de la brutal descomposición de los aparatos encargados de administrar justicia? ¿Recuerda usted algún ministro de la Corte amparándose para que una Comisión de Ética de una institución autónoma no emita opiniones sobre su caso? ¿Hay antecedentes de una queja del Ejecutivo federal porque algunas de sus propuestas para formar parte del máximo tribunal de justicia voten sentencias contrarias a su gobierno? ¿Habíamos registrado las enormes cifras actuales de delitos cometidos y que están impunes? ¿Se utilizó esta aberración legislativa en alguna ocasión, de que al no tener las condiciones para modificar nuestra carta magna se reformen leyes secundarias para deteriorar el desempeño de órganos constitucionales autónomos? ¿Ha existido algún caso de la postulación de un(a) delincuente electoral al cargo de titular del Ejecutivo de un estado? ¿Habíamos escuchado a algún funcionario de cualquier nivel de gobierno declarar con el mayor desparpajo “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley”? ¿Nuestras prisiones habían albergado tantos reclusos en infrahumanas condiciones como los que hoy purgan ahí sus sentencias? ¿Hemos tenido la cantidad de asuntos pendientes de resolución que hoy alcanzan cifras descomunales? ¿En algún momento hemos padecido el grado de incertidumbre y falta de certeza, como ahora, que son los enemigos por antonomasia de la gobernabilidad?
En fin, podríamos continuar con esta deprimente lista de fallas y desatinos que ya han señalado organismos internacionales y que miden la calidad de los sistemas políticos, así como de los correspondientes índices de corrupción.
El primer deber de un Estado es impartir justicia. En eso se ha sustentado lo que se ha denominado “contrato social”. ¿Qué es la justicia? En algunas reflexiones, Aristóteles la definía como “el trato igual a los iguales y desigual a los desiguales”. Desde entonces se distinguía la justicia distributiva y conmutativa. En su Diccionario Filosófico, André Lalande expresa: “La primera, ejercida mediante autoridad, consiste en la repartición de los bienes y de los males según el mérito de las personas. La justicia conmutativa, por lo contrario, consiste en la igualdad de las cosas cambiadas, en la equivalencia de las obligaciones y de las cargas estipuladas en los contratos”.
El gran jurista romano Ulpiano (¿170?-228) señalaba los tres principios de la justicia: No dañar los derechos de los otros; vivir honestamente y darle a cada quien lo suyo. Montesquieu (1689-1755) hablaba de la alteridad como “el principio filosófico de alternar o cambiar la propia perspectiva por la del otro, considerando y teniendo en cuenta el punto de vista, la concepción del mundo, los intereses, la ideología del otro, y no dando, por supuesto, que la de uno es la única posible. La alteridad es la ruptura de la mismidad y el suceso de ser otro”. Por último, para san Agustín (354-430): “El Estado es un producto del egoísmo y su fundador es Caín, el fratricida”.
En resumen, el Estado de derecho se concibe para evitar males más que para hacer bienes. Sin él, no hay democracia liberal ni economía de mercado. He ahí la tarea.