Nuevo Plan de Tacubaya
Toda polis digna de ese nombre, que no es una polis sólo de nombre, debe dedicarse al fin de fomentar lo bueno. Si no, una asociación política degenera en una mera alianza. Aristóteles
Juan José Rodríguez Prats.- Hoy deberíamos releer Teoría de la Constitución, un gran texto jurídico escrito hace 50 años por el jurista Karl Loewenstein. Transcribo dos ideas: “El poder sin control adquiere un acento moral negativo que revela lo demoniaco en el elemento del poder y lo patológico en el proceso del poder (…) Limitar el poder político quiere decir limitar a los detentadores del poder; esto es el núcleo de lo que en la historia antigua y moderna de la política aparece como el constitucionalismo”.
A pesar de la abrumadora cascada de análisis cotidiano de los editorialistas, no se ha insistido en la enorme trascendencia de la reunión que sostuvo en días pasados la “nomenklatura” de Morena con su jefe, el presidente Andrés Manuel López Obrador. Haciendo un ejercicio de memoria, solamente encuentro —a mi juicio— un antecedente similar: el Plan de Tacubaya.
Este plan fue producto de una reunión a la que asistieron el presidente Ignacio Comonfort, el general Félix María Zuloaga; el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, y Manuel Payno, escritor y diplomático. El documento (17/12/1857), después de consideraciones como expresar que “… las Fuerzas Armadas no deben sostener lo que la nación no quiere, y sí ser el apoyo y defensa de la voluntad pública, declara que desde esa fecha cesará de seguir en la República la Constitución”, que “… acatando el voto unánime de los pueblos, expresado en la libre elección que hicieron del Excmo. Sr, Presidente D. Ignacio Comonfort, para Presidente de la República, continuará en el mando Supremo con facultades omnímodas”.
Por posteriores desavenencias entre ellos, el Ejército se sublevó para desconocer al presidente Comonfort. Éste, al saberlo, procedió a liberar de reclusión al presidente de la Suprema Corte, Benito Juárez, a quien legalmente le correspondía asumir el cargo.
Relato estos hechos e invito a encontrar coincidencias con los últimos acontecimientos. Es evidente el resquebrajamiento del Estado de derecho. La normatividad electoral y sus autoridades han sido totalmente avasalladas. El espectáculo de Yasmín Esquivel para evitar que la verdad del plagio de su tesis se conozca pasará a la historia como uno de los actos más cínicos y deleznables en el comportamiento de un servidor público. Las agresiones a la SCJN y a la UNAM son señales de una seria descomposición institucional. Los medios dan cuenta de ataques más graves en todo el territorio de la República.
Hagamos una reflexión sobre la oposición. Hay un enorme extravío de sus más elementales deberes. Cada partido tiene la obligación de postular candidatos conforme su normatividad interna para ofrecer a la ciudadanía a quienes sean los más idóneos por su capacidad para el desempeño del cargo y el grado de competitividad para ganar. Los correligionarios de cada institución, evidentemente, se conocen unos a otros y son responsables de sus procesos internos.
La democracia se sustenta en el principio de confiar en la capacidad ciudadana para elegir a los servidores públicos. Pretender suplantarla es atentar contra la dignidad personal de los electores.
Me asombra la enorme ingenuidad de nuestra clase política que se esmera en inventar métodos cada vez más complejos para realizar ese elemental ejercicio. ¿No hay a estas alturas quien pueda asumir ese reto? ¿No tenemos la sensibilidad, sin necesidad de imitar a los adversarios con consultas, encuestas y demás prácticas amañadas para asumir decisiones? Lamentable nuestro infantilismo en la más seria y universal profesión: la política.
En resumen, el Plan de Tacubaya provocó una guerra civil de tres años y la posterior invasión francesa. Los partidos políticos se han deteriorado y buena parte de la ciudadanía permanece indiferente. No soy catastrofista, simplemente recuerdo el pasado.