El hombre de Sinope, monumento a la congruencia. Por Esther Quintana
La tierra en la que nació el agitador de conciencias por antonomasia se sitúa a orillas del Mar Negro, que en el primer milenio a.C era una de las más ricas colonias griegas en la costa del Ponto Euxino. Fue un centro comercial relevante, desde ahí se exportaban madera y minerales. Se llamaba Sinope. Fundada en el 812 a.C. Su época de mayor esplendor la vivió durante la época de Alejandro Magno. Hoy Sinop, sin e, pertenece a Turquía. Es un sitio hermoso. El agua, la vegetación en abundancia y su riqueza histórica, la hacen especial. Y fíjese qué paradójico, según el Instituto de Estadística de Turquía, esta provincia ocupa un lugar pobre en comparación con el resto del país, en salud e infraestructura, pero sus habitantes son considerados como los más felices de esa nación, de acuerdo al mismo instituto, desde hace varios años.
Nuestro personaje, nació en el 412 a.C. Poco se sabe de su infancia. No obstante, como cualquier niño debió de haberse divertido con los juguetes y los juegos de ese entonces, yoyos y trompos, y correteado por las laderas y las cascadas como un gamo, seguido por un perro ladrador. Debe haber sido rebelde, intrépido, pintando ya lo que sería en su adultez. Hijo de un banquero llamado Hicesias. En su juventud, Diógenes trabajó como su ayudante. Los banqueros hacían préstamos, cambiaban y daban fe de la autenticidad de las monedas. Pero les cayó el chahuistle, como decimos hoy, Diógenes y su padre fueron acusados de adulterar monedas. Su padre fue a prisión y Diógenes al exilio. Cuando fue desterrado expresó con ironía: “Ellos me condenan a irme y yo los condeno a quedarse”. Ahí empezó su peculiar historia. Se marchó a Atenas, ahí recibió sus primeras lecciones de cinismo, con su maestro Antístenes, discípulo de Sócrates. Pero el cinismo no es lo que hoy día entendemos, es decir, la actitud de quién miente con descaro y defiende o practica de forma deshonesta algo que merece desaprobación.
Las ideas de Antístenes versaban sobre cómo alcanzar la felicidad desprendiéndose de lo superfluo. Y así vivió, pero su discípulo Diógenes lo superó con creces, viviendo en la indigencia absoluta, a más de no respetar las reglas sociales. Vivía en una tinaja y siempre estaba acompañado por una jauría. Sus únicas pertenencias eran un manto sucio y raído, un zurrón, un cuenco y un bastón. Hacía sus necesidades en la calle, nada le avergonzaba, incluso se masturbó una vez en el Ágora, y lo único que dijo fue: “Ojalá frotándome el vientre, el hambre se extinguiera de una manera tan dócil”. Anécdotas hay muchas. Fue invitado a la mansión de un hombre poderoso y arrogante que tenía curiosidad de conocerlo de cerca, se servía un banquete, lo único que le prohibió es que fuera a escupir porque todo estaba pulcrísimo. Diógenes, hizo algunas gárgaras y lo escupió directamente a la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio dónde verter el gargajo.
Diógenes fue revolucionario, provocador, irreverente, odiaba la dependencia, por eso no poseía más que lo elemental. Veía en el mundo de su tiempo un problema profundamente moral. La gente en lugar de forjarse a sí misma y hacer su propio juicio sobre el bien y el mal, elegía actuar acorde a lo que los demás opinaban, al “no hago esto porque, ¿qué van a pensar de mí?”. Hasta el último día de su vida peleó contra eso. Sus desplantes son de antología. En alguna ocasión que lo hicieron esclavo lo pusieron a la venta, le preguntaron que qué sabía hacer. Su respuesta fue: “Mandar. ¿Quién quiere comprar un amo?”. O la vivida con Alejandro Magno, que en su visita a Sinope quiso conocer al hombre más famoso de la ciudad. Lo encontró tirado tomando el sol y le preguntó si deseaba algo. La respuesta del filósofo fue: “Que te muevas porque me estás tapando el sol”. Y otra ocasión, en la que encontró a Diógenes examinando un montón de huesos. ¿Qué haces, Diógenes? “Busco los huesos de tu padre, pero no puedo distinguirlos de los de un esclavo”. “Si no fuera yo”, dijo el conquistador, “elegiría ser Diógenes”. Hay otra que es fenomenal. Alguien le dejó un candil al lado de la tinaja en que dormía, para que pudiera ver en la oscuridad. Diógenes, que no quería más nada, la usó para caminar en la Atenas nocturna, gritando a voz en cuello que buscaba “un hombre justo”.
Una noche se fue a sentar a la salida del teatro queriendo entrar cuando todos salían. Esto causó molestia y ante los reproches, les espetó: “Así sentirán en su propia piel lo que es vivir de la manera que yo lo hago”. Y la última, porque no tengo más espacio, Aristipo era lo que hoy llamaríamos un lambiscón, de esos que abundan en el servicio público, Diógenes estaba comiendo unas hojuelas de avena, y se le ocurrió decirle burlón que podría dejar de comer ese alimento si aprendiera a adular a ciertos “prohombres” y he aquí la respuesta: “Si tú comieras avena, también podrías dejar de adular y mendigar”. Me conmueve y admiro la congruencia de Diógenes. Hay actitudes y conductas con las que no congenio, pero su CONGRUENCIA, SÍ.
Diógenes, hoy, seguiría buscando al hombre probo con su linterna y se toparía con la oscuridad de la superficialidad y la soberbia, con la falta de arrestos para luchar contra lo que no se está de acuerdo y con un vacío interior que pesa como lastre. Entre los políticos habría un montón para escupirles la cara, y callaría sin alterarse a la corte de Aristipos ante los que genuflexionan. Caería en cuenta de la escasez de hombres de la talla de Alejandro Magno, pero eso no lo arredraría para seguir luchando contra las plagas que han doblegado al hombre.