En la memoria de mi corazón…
Esther Quintana.- Cierro los ojos y la veo… ahí está. Pero no es mi madre adulta a la que miro, sino a la niña que por las tardes, cuando bajaba el sol, corría al muelle de madera para sentarse sobre los tablones impregnados de sal a colgar los pies y jugar con el oleaje del mar, y levantar la vista y toparse con la inmensidad de aquel cielo azul, impecablemente azul, en el que revoloteaban las gaviotas, cuyos graznidos eran parte de aquella música vespertina de un puerto que había sido tan importante en la época de la colonia y tan olvidado después. Rosario nació en 1908. No supo de la estridencia de la Revolución. Me contaba que su infancia fue linda mientras vivió su madre, después ella y sus dos hermanos, Victorio y Rebeca, fueron los huérfanos. Le dolía platicar de aquello. “A los siete años se me vino el mundo abajo y ya nada volvió a ser como antes”.
Mi madre era una mujer recia y apenas con ese temple, porque su vida no fue nada fácil.
La única ternura que tuvo de niña, tras la muerte de su madre, se la dio su abuela. ¿Jugaste de niña, madre? Le preguntaba, “sí, y eso me hacía muy feliz, aunque fuera por un rato solamente”. Ir al mar por las tardes era jugar, porque en las mañanas había que madrugar a ayudar a la esposa del hermano de su madre que se los llevó a vivir con él, a arrimar la leña, a poner el nixtamal y el café… cuando había, y después irse a la escuela. Solo al ponerse el sol podía escaparse al muelle a jugar con el mar y a soñar con lo que sueñan los niños…
Me gustaba preguntarle cómo era el Acapulco de su niñez. Me contaba que había puras casas de teja con cercas de carrizo, las calles eran de tierra, la arena limpia, el mar llegaba casi a la catedral porque no había malecón ni Costera, había muchas palmas y árboles frutales y pájaros cantores por todos lados, y el aire olía a sal y a vida. Sólo había una tienda grandota, la de los Alzuyeta, propiedad de unos españoles, en casa de aquellos trabajaba su tío.
Existía un mercado donde se apiñaban vendedores y compradores, típico del México de aquel entonces, ofrecían sus mercancías en canastos o en un pedazo de tela extendido sobre el suelo. El día que llegó el primer coche, una “fordinga” –le decían los lugareños– corrieron atrás de él, estaban asombrados, ahí se movían en mulas, en burros, en carretón jalado por bestias y algunos pudientes en caballo. Ya cuando fue jovencita, el puerto mostraba mayor dinamismo económico y aumentaron el número de viviendas y embarcaciones.
No obstante, en esa época, la forma de llegar a la ciudad de México por tierra, me contaba, era yéndose en barco a Colima y de ahí a la capital por tierra. Hasta antes de 1927, fecha en que se construyó la carretera México-Acapulco, sólo había un triste camino de brecha con recua de mulas al que tomaba una semana recorrer, en medio de un calor asfixiante y peligros por todas partes, de modo que no era lo ideal moverse por ahí… Mi madre tenía 19 años y decidió que se iba a trabajar a la carretera, lo único que se vendía ahí eran ropa y comida a los trabajadores.
Cuando se lo comunicó a su tío puso el grito en el cielo y le dijo que si estaba loca, que de ninguna manera se iba, que ahí había puros hombres y que cualquier mujer, contimás a una chamaca, corría muchos peligros –se lo dijo de otra forma–, pero mi madre tenía carácter y arrojo. Eso fue por la mañana. Cuando regresó por la noche de sus labores, se encontró en la puerta a una muchacha andrajosa, con el pelo tusado –trasquilado–, toda sucia de tierra, a la que hizo a un lado, sin reconocerla, con una frase lapidaria: “Quítate de aquí, me das asco”. Mi madre soltó la carcajada y le reviró con una pregunta: “¿Le doy qué?”. “Asco”, tronó el tío. Y fue hasta entonces que supo que era su sobrina.
Pues en esas trazas se fue a vender ropa a la carretera y nunca le tocaron ni un cabello. Con lo que trabajó y ahorró se hizo de un “puntero” –así le decían al dinerito para empezar un negocio– e inició su carrera de comerciante. Y fue muy exitosa. Llegó hasta cuarto año de primaria, pero era muy inteligente, con voluntad de hierro, valiente y muy astuta.
Me gusta recordarla así. Me amó con todo su corazón, me dio lo mejor de ella misma, fui una hija muy deseada, me tuvo a los 43 años, decía que era su milagro inesperado. Fui una niña muy feliz, por eso he sido una mujer feliz también. Fue siempre el árbol que me arropó bajo su inmensa y generosa fronda, igual que sus brazos cuando nací. Te amo, madre, hasta el cielo.
¡Muchas felicidades, mamás!