El abstencionismo como enfermedad social
Por Salvador Reding.- “Si no votas no te quejes”, una frase ya muy vista, pero no atendida. El abstencionismo electoral es un mal de muchos países, del mundo, un mal para el que no parece haber receta de curación. La democracia electoral es la principal vía de opinar en cuanto al gobierno, pero a pesar de ser una oportunidad excepcional de respaldar una opción política, buena parte de la ciudadanía con derecho a votar, no lo ejerce.
El mundo ve cómo políticos populistas, individuos con clara trayectoria autoritaria y/o fanática, mesiánicos, cuyo discurso de vida y de campaña en particular son indicadores seguros de que con ellos la ciudadanía perderá, y una camarilla perversa ganará a sus costillas.
Y así como muchos ciudadanos se dejan seducir por el mensaje y la oferta populistas, de soluciones mágicas, de promesa de venganza, de odio, y votan por ellos, otros simplemente se quedan pasmados en casa en vez de votar por opciones, si no excelentes (que las hay), al menos por “los menos malos”, en lenguaje común.
Es un fenómeno que las ciencias sociales no parecen entender, simplemente lo observan, lo describen. Claro que las motivaciones para abstenerse de votar no son las mismas en todas las personas, pero si la mayoría son conocidas, y este conocimiento es buena materia para buscar soluciones, “recetas” para la enfermedad del abstencionismo.
Pero hasta ahora no se ha encontrado la forma de curarla, la abstención sigue viva en cada elección, en mayor o menor grado, a veces a niveles de más que mayoría absoluta: pueden verse elecciones en las que, ejemplefijemos, dos terceras partes de los ciudadanos con derecho al voto, se abstienen.
Hay casos de abstención muy evidentes y difíciles de vencer, como el miedo a la represalia, o a la seguridad personal al salir hacia las urnas o de ser hostigados al obligarse a decir el sentido de su voto hecho a pandillas que acechan a la salida. En el caso opuesto, las justificables son la enfermedad, la (indebida) imposibilidad de abandonar el puesto de trabajo para votar y el estar de viaje. Pero estos últimos son los menos.
Quizá podemos ver al mal del abstencionismo como su causa es la negligencia. Y la negligencia puede simplemente aceptarse en lo personal como un “para qué”, o como pérdida de tiempo, y desde el punto de vista de quienes sí votan como una irresponsabilidad ciudadana.
Una manera de combatir el abstencionismo es la sanción a quien no vote. O en medios dictatoriales como represalia oficial, que puede llevar a la cárcel o a otras ya no sanciones legales sino represalias del poder. En muchos países, como en México, el voto es un derecho constitucional, olvidando por la mayoría que al mismo tiempo es una obligación también constitucional. Una obligación cuyo incumplimiento en general no tiene sanción alguna. Debería de haberla.
Pero desde el punto de vista de la democracia electoral, cualquier presión o amenaza no es la solución a la negligencia de ejercer el voto. La respuesta debe estar en una serie de medidas y políticas sociales, salidas de la propia sociedad civil, de las iglesias, la academia, la vida comunitaria y de barrio y esencialmente de las familias. De esta sociedad debe salir el convencimiento de ir a votar, como se dice y repite, “de no dejar que otros dedican por nosotros” quién y cómo nos van a gobernar.
Claro que hay una solución aplicada ante la indiferencia del voto. Un recurso de la inescrupulosidad política: “ven con nosotros, te llevamos a votar y de traemos de regreso, votas por nosotros y (en buen mexicano) te damos una lana”. Funciona.
Es indispensable que hagan algo al respecto quienes ven el peligro de que, por abstencionismo, un mal candidato o grupo de candidatos ganen una elección con una minoría de ciudadanos con derecho a voto, que electoralmente, en votos válidos, es mayoría. El mundo está lleno de casos semejantes. Ese mal candidato gana con pocos votos, porque una gran mayoría de ciudadanos no se molestó en salir a votar por otras opciones. Y cuando se da el desastre de mal gobierno electo, el “se los dijimos” de quienes sí votaron en otro sentido, hasta ahora no parece tener efecto alguno en la siguiente elección. Le gente no aprende.
Un rol, una responsabilidad crítica sobre la motivación al ejercicio del voto venciendo en lo posible a la negligencia, recae en los partidos políticos. Pero esto representa un reto enorme, pues es precisamente la justa o injusta mala imagen de los partidos, de la “partidocracia”, y de la llamada “clase política”, lo que hace que la invitación al voto encuentre poco eco.
Sin embargo, son los partidos y los candidatos en campaña, quienes tiene la mejor oportunidad de vencer mucho o poco la negligencia de no votar. Deben, con acciones más que con palabras (que ya muchos no les creen), las dirigencias y militantes de los partidos convencer a la ciudadanía del ejercicio al voto en favor de quienes tienen ofertas de campaña legítimas y en búsqueda del bien común.
Al esfuerzo de convencimiento de la tal partidocracia, se deben sumar las autoridades, las ejecutivas y las legislativas, pues cada una de ellas tiene su esfera de influencia. Con todas las limitaciones de imagen que tengan.
Pero volviendo a los partidos, éstos deben considerar (que en mucho no lo hacen), que la mejor manera de entusiasmar al votante es proponerle buenos candidatos, personas íntegras, de vida “decente”, “sin cola que les pisen”. Esa es la mejor motivación, frente a la percepción ciudadana de que los candidatos “son los mismos de siempre, que van por sus intereses y no por el pueblo”. De mano de los candidatos que significan una buena opción, van las ofertas de gobierno y legislación viables, que claramente buscan el bien común.