El informe
Juan José Rodríguez Prats.- Informar es deber de todo servidor público. En el caso del Ejecutivo, forma parte de la función de control del Poder Legislativo, junto con el presupuesto y la cuenta pública. Es práctica común desde los primeros escarceos en la tortuosa evolución de conformar la sociedad en una organización política. Eso es el Estado.
El antecedente más relevante se dio en 1215, cuando “Juan sin Tierra” firmó la Carta Magna en la que se le exigía la rendición de cuentas. Posteriormente, (1340) se creó la “reclamación de agravios”; esto es, las demandas que lores y comunes le formulaban al rey antes de aprobarle el manejo de recursos otorgados por los contribuyentes.
En nuestro caso, los virreyes debían informar de sus tareas. Al final de su gestión elaboraban un “pliego de mortaja” que contenía una evaluación de su desempeño y las recomendaciones correspondientes. Existía también el “juicio de residencia”, que consistía en la obligación de permanecer disponible para responder en caso de fincarles alguna responsabilidad. La Constitución de Cádiz (1812), vigente en la aún Nueva España, contenía obligaciones específicas en la materia.
Curiosamente, el artículo 69 de nuestra Constitución señala: “En la apertura de las sesiones ordinarias del primer periodo de cada año de ejercicio del Congreso, el Presidente de la República presentará un informe por escrito, en el que manifiesta el estado general que guarda la administración pública del país”. Nótese que dicha obligación forma parte, no de los deberes del presidente establecidos en el Capítulo III, sino en el segundo, correspondiente al Poder Legislativo.
Ahora bien, ¿qué significa “el estado que guarda la administración pública”? En principio, detallar el origen de los recursos obtenidos y, posteriormente, la forma en que fueron distribuidos en las diferentes áreas, detallando los resultados en cada caso. Evidentemente, hace muchos años este documento no cumple esos mínimos requerimientos. Puede ser una arenga, una proclama, un abigarrado texto sin orden ni contenido, muy distante de lo que expresa nuestra Carta Magna.
El informe es necesariamente el inicio de una coordinación institucional con una comunicación fluida y permanente, como se puede constatar en las democracias, sean de régimen presidencial o parlamentario. Hoy, como en ningún periodo de nuestra historia, la comunicación está, si no ausente, sí seriamente deteriorada.
Recordemos que el artículo 49 constitucional habla de que “El poder es uno que se divide para su ejercicio”. Por ello, el entendimiento institucional es, ante todo, un deber jurídico.
En los tiempos del viejo PRI, fue el día del presidente. Durante los gobiernos panistas se acabó el ceremonial y el trato civilizado que ya venía en franco relajamiento. Todos hemos sido culpables. Lo cierto es que el informe ha devenido acto inocuo que ni siquiera permite un análisis serio y objetivo. Es un evento promocional que forma parte del culto a la personalidad y permite una intensa campaña con claros fines electorales. Corresponde a un endiosamiento de las encuestas que ha venido propagándose en todas las democracias.
Nos sobra fraseología y nos falta realismo, una crónica enfermedad. El contraste entre lo que se dice desde el pináculo del poder y la opinión pública, así como los artículos de expertos, cada vez es más abismal. Esto no contribuye a la vigorización de nuestra turbulenta transición democrática.
De los antecedentes de nuestra precaria vida parlamentaria, destacaría las respuestas críticas de los diputados Jorge Prieto Laurens (1924) a un informe de Álvaro Obregón, la del vasconcelista Herminio Ahumada (1944) a Manuel Ávila Camacho y la de Carlos Medina Plascencia en 1998 a Ernesto Zedillo. Después, el rompimiento fue contundente. Restablecer nuestra vida institucional, sin duda, es tarea prioritaria.