EL LIDERAZGO MORAL Por Esther Quintana

Cuando hay alguien que se respeta a sí mismo, y que actúa conforme a lo que expresa, estamos frente a un comportamiento congruente. Se dice de estas personas, que tienen autoridad moral. Estas personas no juzgan a otras, respetan pareceres, pero se mantienen firmes en los principios que son norma de vida, de su vida. Se trata de individuos que predican con el ejemplo. Los ha habido en todos los tiempos y en todas las latitudes.
En la Roma de la antigüedad, en la época de la República, destaca Catón, político y militar, que destacó por su proverbial y magnifica oratoria pero también por ser justo e incorruptible. Otro destacado ejemplo de lo que es vivir conforme a sus ideas y pregonar en sus hechos, Mahatma Gandhi, y si bien muchos no compartían su filosofía sobre la paz, lo respetaron. Su concepción de hacer política para generar el bien de todos, no ha perdido vigencia. Y más de nuestros días, la autoridad moral de Martin Luther King, defensor a carta cabal de los derechos civiles y de la emancipación sin distingo de etnia. Y de mexicanos como Francisco I. Madero y Belisario Domínguez. A ambos les costó la vida vivir acordes al deber ser.
La fuerza de la autoridad moral no radica en decretos o investiduras externas. Es el resultado de una convicción interior por la que se lucha día a día. Parte de hacer suyo un ideal y conducirse hacia él. Hay una actitud primigenia de servicio a los demás. Estamos hablando de que la autoridad moral surge de servir desinteresadamente. De ahí la suma de quienes motivados por ese ejemplo la reconozcan. La autoridad formal se obedece por obligación, la moral por el respeto que genera. No es simple tener autoridad moral, porque reclama coherencia todo el tiempo. Es puesta a prueba en situaciones reiteradas. La autoridad moral lleva, incluso a los adversarios, a guardarle distancia a quien la tiene, en el fondo hay hasta cierto grado admiración, o también una fingida indiferencia.
También hay autoridades morales falsas. Son “moralinas”, como decía un querido maestro de mis años de preparatoria. Son oropel y cuando este se cae, que es muy fácil, exhiben lo que son. ¿Se acuerda del Reinado del Terror en la Francia del siglo XVIII, impuesto por el “incorruptible” Maximiliano Robespierre, en nombre de la libertad que enarbolaba como bandera? Ahí le va, bastaba con que se sospechara de un ciudadano por actividades “contrarrevolucionarias”, para arrestarlo, encarcelarlo e incluso ejecutarlo. A uno de sus grandes aliados y amigos, Georges Jaques Danton, lo mandó a la guillotina porque se pronunció en contra de las atrocidades cometidas durante su infausto mandato. La autoridad moral es un elemento sine qua non para legitimar la legitimidad política. Ha habido, y la Historia da cuenta de ello, personajes políticos con autoridad moral que ha valido para el surgimiento de una nación, por supuesto que hubo circunstancias que sumaron para ello, pero en definitiva, su influencia, tuvo que ver con los resultados. ¿Se imagina usted, el movimiento de 1810 sin don Miguel Hidalgo y Costilla? ¿Concibe la lucha contra el apartheid sin Nelson Mandela? Y no estoy hablando de dioses, sino de hombres de carne y hueso.
Dejemos el ámbito de la vida pública, vamos a otros, al de las escuelas, las colonias, los sitios donde se labora, los medios de comunicación, las asociaciones comunitarias, también ahí hay personas con autoridad moral, y cuando se reconocen entre sí ocurren cosas grandes y maravillosas, porque convergen, y empiezan a transformar la sociedad de la que son parte, sin alharacas, es lo que menos les interesa. Usted que hace favor de leerme, sin duda que conoce personas así. Es a través de gente con ese liderazgo que puede impulsarse la recuperación de la parte luminosa de los seres humanos.
Hoy día un núcleo esencial, como es la familia, está transitando por una crisis terrible de aislamiento. Las relaciones entre padres e hijos, se deterioran a ojos vistas. Los hijos están creciendo sin el arropo emocional de sus padres, viven bajo el mismo techo, pero son verdaderos extraños, y así van, sin diálogo ni ternura de por medio, huérfanos con padres vivos. Y los padres por su lado, ocupándose nomás de la manutención material, y a veces ni eso, y entonces se aíslan también, y la única comunicación es la de los gritos y los insultos. La violencia doméstica va a la alza, incontenible, desastrosa, mutila por dentro. Los hijos, y lo destaco, necesitan del ejemplo de sus padres, y los padres deben asumir con responsabilidad ese deber de amor. La autoridad moral es el reflejo de la mejor versión de uno mismo. Actuar con rectitud y con honestidad es esencial transmitirlo a nuestros descendientes. Y voy a otra figura relevante en la formación de personas: los maestros. El maestro en otros tiempos era una figura socialmente respetada, querida, tenían un lugar especial en el corazón de sus alumnos y de la comunidad. Y con esto no pretendo ni remotamente disminuir al magisterio, porque sigue habiendo mentores casados con la trascendencia del ejercicio de su ministerio. Pero algo ha sucedido con la autoridad moral del maestro, con esa figura referencial que guiaba y ennoblecía con su tarea el espíritu prístino de sus educandos. No es asunto nomás de estadística calificar la eficiencia y la eficacia de los profesores, hay otro aspecto toral a considerar, y estriba en que con su ejemplo se coadyuve al arraigo de principios y valores, como norma de vida.
Es más que notoria la ausencia en nuestros días de estos dos liderazgos morales, duele ver como se desdibujan en la vorágine de superficialidad e individualismo que imperan y se crecen para mal y daño de quienes tendrán tarde o temprano la dirección del mundo. Las grandes civilizaciones cayeron cuando se olvidaron de los valores. Es cíclico. Hoy estamos de nuevo ante esa realidad que debiera no solo estremecernos, sino compelernos a enfrentarla sin tibiezas, con franca determinación.
La autoridad moral es sinónimo de transparencia en nuestros actos, da testimonio de quienes somos acorde a nuestros hechos. La autoridad moral permite vivir sin culpas, así, limpiamente, sin el lastre de la deshonestidad.