El sobrecalentamiento de la política
Por Juan José Rodríguez Prats.- Toda proporción guardada, vivimos hoy como un pueblo en vilo, al filo del agua o para no omitir a otro grande de la literatura mexicana, Juan Rulfo, en alguno de sus cuentos agrupados con un título similar, El llano en llamas (1953).
México vive saturado de política. Todo está politizado o, dicho más correctamente, mal politizado. Utilizamos el verbo politizar con libertinaje. En sentido estricto, significa involucrar a la gente en la solución de problemas que a todos nos atañen. Esto, desde luego, es bueno, pero en nuestro caso hay una gran perversión, pues implica desacreditar al otro, entrarle al alboroto, fragmentar la opinión pública, alterar la información. Hay fuertes evidencias de que estamos logrando envenenar el ambiente social.
Un libro que todos los mexicanos deben leer es Pueblo en vilo (1968), del célebre historiador Luis González y González, quien relata con gran sabor literario la historia de su pueblo, San José de Gracia, similar a la de todas las pequeñas poblaciones de México. El padre de la microhistoria, con todas las herramientas de esa disciplina, describe la angustia de un pueblo sacudido por la Revolución Mexicana, el Movimiento Cristero y el reparto de la tierra. Su comunidad se vio golpeada por acontecimientos ajenos a su voluntad, que la hacían permanecer en estado de alerta. Se liga a otra gran obra, Al filo del agua, escrita un poco antes (1947) por Agustín Yáñez, quien describe lo sucedido en un pueblo de Jalisco. Ambos libros hablan de lo mismo: desasosiego, incertidumbre, angustia de esos pueblos, avasallados por movimientos de los que no fueron causantes.
Toda proporción guardada, vivimos hoy como un pueblo en vilo, al filo del agua o para no omitir a otro grande de la literatura mexicana, Juan Rulfo, en alguno de sus cuentos agrupados con un título similar, El llano en llamas (1953).
La felicidad es un asunto personal, no del Estado. Sin embargo, se nos dice que somos un pueblo feliz. Sería desviarnos intentar definir la felicidad, que no puede ser un ánimo permanente, sino destellos, brotes, llamaradas. Se caracteriza por la ausencia de miedos, culpas, vergüenzas.
Difícilmente, es, hoy, feliz el pueblo de México. Todo es mala política. Desde temprano escuchamos gritos de guerra, alarma ver noticias, entrar a las redes sociales confunde, es riesgoso salir a la calle. La lucha partidista nos ha desgarrado, los asideros de principios son endebles, las instituciones son agredidas. Sinceramente, no veo los síntomas de nuestra felicidad.
De los pueblos más desarrollados y estables se tienen pocas noticias. ¿Hemos oído recientemente algo sobre Suiza? En América Latina me parece que Chile, Costa Rica y Panamá son los menos mencionados. Algo hacen bien para vivir tranquilos. En contraste, desconcierta la situación de Italia, una de las naciones con mayor tradición en cuanto a pensadores políticos. Sin embargo, es el Estado europeo más inestable en todos los órdenes. Cuando los hombres fallan, las ideas no sirven.
Volviendo a nuestro país, vivimos uno de los momentos de mayor incertidumbre y desconfianza de nuestra historia. Hay una notoria decadencia en todos los sectores sociales, desde la política hasta la cultura, pasando por la economía y nuestra golpeada vida cotidiana.
No es un buen gobernante quien se obsesiona con los reflectores de la comunicación ni quien busca todos los días las ocho columnas. Quien camina incansablemente por todo el país repitiendo el mismo discurso, incurriendo en las mismas inconsistencias y corrigiendo a su equipo que con resignado sometimiento lo acompaña como séquito a actos inútiles, representa lo más rancio de nuestros usos y costumbres.
México no puede seguir así. Estamos viendo brotes cada vez más violentos en todo el territorio nacional. La minusvaloración de la autoridad para hacer cumplir la ley es notable. La Guardia Nacional, que tantas expectativas generó, ha sufrido un deterioro lamentable.
Rescatemos la política, pero la buena, la humanista, la de la concordia, la de la solidaridad, la del respeto mutuo y la de la congruencia.