Hay personas que son mágicas…
Esther Quintana.- A Don Daniel Tapia Colman, mi inolvidable maestro, hasta el cielo.
Soy una convencida de que a nuestra vida llegan personas que nos fortalecen, que nos guían, que juegan un papel importante en nuestra existencia. Aprendemos de ellas, gozamos de su compañía, nos ayudan a crecer personal y espiritualmente. Encontrarlas es todo un privilegio, la relación que nace está lejos de materialismos y superficialidades, lo único que se requiere es que seamos receptivos.
Cuando nos percatamos de su belleza interior, cuando percibimos su poder natural, su empatía no solo con nosotros, sino con el mundo que les rodea, es magia lo que nos inunda. Esas personas especiales hacen que cambie nuestro mundo, lo trastocan para bien, nos llevan por universos inimaginables y nos los muestran con una generosidad que nos marca para siempre. Le dan luz a nuestro cielo, y no es de un día, es para siempre. Conocí a don Daniel cuando tenía 12 años, él no sé cuantos, pero era un hombre mayor. Era altísimo, fácil media los 1.90, corpulento, muy blanco, con el rostro surcado de arrugas, el pelo cano y una hermosa voz. Hablaba fuerte, no a gritos, con su marcado acento español, zaragozano. Nos abrió la puerta de su departamento, en un edificio emblemático del Puerto, el Oviedo – todavía se alza imponente sobre la Costera Miguel Alemán, cruzas y ahí está el malecón, no sé si siga siendo hotel, pero cuando yo era niña, lo era, y también tenía departamentos y oficinas donde abundaban los despachos de abogados y notarios, en la planta baja había accesorias comerciales y estaba la Victoria, una librería de la que yo era clienta asidua – “Pasad”, nos dijo, y entramos Rosita, mi amiga, y yo. Eran las 4 en punto de la tarde, no se me olvida. Se repetiría por casi dos años el horario cronometrado. Dos horas duraba la clase, yo hubiera querido que se prolongara, y creo que don Daniel también, porque disfrutaba sus enseñanzas y nosotras el aprendizaje.
Don Daniel nos regaló a Antonio Machado, a Federico García Lorca, a León Felipe, a Benito Pérez Galdós, a don Jacinto Benavente, a Rafael de León, a don Miguel de Unamuno…a su España cantada por los más grandes autores de su generación, a esa España que tuvo que dejar porque su credo político no convergía con la dictadura franquista. Aunque nunca nos habló del Caudillo, siempre fueron la poesía y la prosa lo que aromaba las tardes que asistimos a sus clases. Nos enseñó a disfrutar el castellano, a acariciar cada verso leído, a degustar las palabras del idioma más bello que existe, a enamorarnos de cada autor. Lo veo a la distancia de tantos años transcurridos, de pierna cruzada ante la mesa del comedor en el que nos compartía sus conocimientos y su enamoramiento literario, saboreando el contenido de su café con hielos con un buen chorro de anís, y el libro elegido abierto. A veces él leía primero y otras nosotras iniciábamos. La dicción era muy importante, la entonación no se diga, “todo tiene que estar en armonía, o vais a disgustar a nuestros amigos que lo escribieron”.
Le encantaba El Payaso de las bofetadas de León Felipe, pero con el que le brillaban los ojos era con el Que lástima… Yo no comprendía a bien por qué…lo supe más tarde…era el llanto del alma, la nostalgia por su tierra del otro lado del mar que tuvo que abandonar como si hubiera sido un criminal. Amaba a México como su segunda patria y lo decía…Igual que los versos de Nezahualcóyotl…”Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, pero más amo a mi hermano, el hombre…” A mis doce años haber conocido a un hombre brillante y de tan alta calidad humana, haberlo tenido como mi maestro, es de las mejores cosas que me han pasado en la vida. Dejó huella. Me hizo amar las letras y signó mi pasión por la lectura para siempre.
¡Feliz Año 2021! Que venga colmado de bendiciones, de paz y de armonía, para TODOS.