¿La Inquisición ahora?
A la Justicia suele presentársele como una mujer con venda en los ojos y una balanza en la mano. La balanza se asume como la ponderación justa de los hechos y las pruebas que se le presenten, y la venda como el escudo para no dejarse presionar por prejuicios ideológicos, religiosos, morales, ni ser tentada por ofrecimientos en “es$$$pecie”. Se aspira a que la impartición de justicia no cargue con ningún sesgo que distorsione su objetivo, su razón de ser. “El sesgo es un peso desproporcionado a favor o en contra de una cosa, persona o grupo en comparación con otra, generalmente de una manera que se considera injusta”. Hay quienes son proclives a desarrollar sesgos hacia o en contra de una persona, de un grupo, de una religión, de un partido político, etcétera. Y cuando esto lo incuba un político, y “contimás” como decía mi tía Tinita, uno con mucho poder, y presa de una legión de pasiones ingobernables, las consecuencias suelen ser devastadoras. En vía de ejemplo, de triste ejemplo… ¿A qué arrastró Adolfo Hitler con su odio a los judíos, a uno de los pueblos más desarrollados y cultos, como es el alemán? Y hay más, generoso leyente. Pero a lo que voy es a la indignación que tengo como mexicana, como ciudadana de este país nuestro, de que se vuelva a los tiempos de persecución al adversario político, y agravado con la irracionalidad de la inquina personal. Odiar es insano, irracional.
La Fiscalía General de la República está llamando a comparecer a Ricardo Anaya, excandidato a la Presidencia de México. Junto con él hay 71 personas más, señaladas por el exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, quien se acogió al criterio de oportunidad para revelar información de presuntos ilícitos de los que tuvo conocimiento, a cambio de beneficios en su propio caso penal. Y el hombre está libre… ¿Cómo es eso? ¿Y por qué hasta ahora actúa la Fiscalía? ¿Y por qué la actitud beligerante del Presidente de la República, su interés particular en el asunto? Ricardo ha dicho que se va del país porque no cree en una “justicia justa”. Él sabe lo que implica no asistir a esa comparecencia y marcharse al extranjero. Y lo prefiere. No confía en la autoridad, no confía en el apego de ésta a lo dispuesto por la ley. No confía en una autoridad que obtuvo pruebas de un individuo, Lozoya, –cuya integridad está en entredicho– presionado para salvar el pellejo; en esas condiciones testificar en contra de quien se le instruya es asunto de vida o muerte. Su testimonio está viciado. Cualquier mexicano, dadas semejantes condiciones, tendría serias interrogantes para confiar en las autoridades, en el apego de éstas a la consecución de un proceso ceñido a Derecho. Ese es el punto. Esto es lo grave. Este es el resultado de la intervención enfermiza de uno de los tres poderes en ámbitos que no son de su competencia. El Presidente se extralimita, descalifica, insulta y se pavonea como gallo en corral grande.
Cuando el hombre decidió enterrar la ley de la selva y la del ojo por ojo y diente por diente, y acogerse a la civilidad del orden jurídico, la sociedad empezó a cimentar sus arraigos con la permanencia, con el fortalecimiento de la vida en comunidad, con la paz. Y la historia recoge lo que ha acontecido cuando a pesar de esto, han llegado individuos arbitrarios y cargados de soberbia, a romper con el imperio de la ley. Tarde o temprano caen, lo lamentable es que en el inter destruyen y dañan cuanto tocan. México ya pagó con creces su cuota de sangre, la barbarie de las imposiciones no la queremos ni como anécdota.
La ley debe prevalecer, no permitamos que sea torcida a modo por nadie. Que se castigue a quien se tenga que castigar por violentarla, que no haya un solo gobernante sinvergüenza, ni ningún miembro de su parentela, ni de su séquito, ni de sus parásitos, beneficiados de la rapiña, bajo el amparo de la impunidad. De modo que empecemos por exigir que la ley se aplique sin sesgos de ninguna especie. La ley es general, nos aplica a todos. Si permanecemos inmutables ante este arranque de absolutismo trasnochado, no nos va a alcanzar la vida para lamentarlo. Y es lo que estaremos legando a las nuevas generaciones.