La mañanera como herramienta de persecución. Por Marcos Pérez Esquer

La sentencia de un Tribunal Colegiado que declara que la sección “Quién es Quién en las Mentiras de la Semana” viola derechos humanos fundamentales no debería sorprender a nadie. Y ante un gobierno tan autoritario y persecutor como lo fue el de López Obrador, tampoco sorprende que haya tardado tanto en emitirse.
Desde su instauración en junio de 2021, esa tribuna fue diseñada no para transparentar, sino para perseguir. No para informar, sino para amedrentar. No para exhibir la mentira, sino para imponer una sola versión de la verdad y un pensamiento único: el del presidente.
La muy recomendable columna de Maite Azuela, publicada en El Universal, lo expone con claridad y contundencia. Pero el contexto exige ir más allá. Lo que comenzó como una parodia de rendición de cuentas terminó institucionalizando el escarnio y legitimando el linchamiento mediático desde la máxima tribuna del poder. La “mañanera” devino en un mecanismo de agresión sistemática contra periodistas, activistas, intelectuales y ciudadanos críticos.
El caso de Raymundo Riva Palacio es emblemático, pero no único, ahí están también Ciro Gómez Leyva, Carlos Loret de Mola, Carmen Aristegui, entre muchos otros. Fueron señalados, denostados y vilipendiados públicamente sin posibilidad de defenderse. Como ellos, decenas de voces críticas fueron reducidas a “enemigos del pueblo”, como si estuviéramos ante una reedición tropical del estalinismo o del macartismo.
El fallo judicial señala que desde el Estado se orquestó un “sistema de propaganda gubernamental posfactual”. Y es cierto. Pero el problema es aún más profundo: ese sistema fue diseñado deliberadamente, no como exceso, sino como estrategia. El gobierno saliente construyó un andamiaje comunicacional donde los hechos importaban menos que la narrativa, donde la transparencia fue sustituida por el dogma, y donde el micrófono presidencial se transformó en garrote. La posverdad como arma política.
Y ahora viene la pregunta clave: ¿qué hará Claudia Sheinbaum con este legado de estigmatización presidencial? Hasta ahora, la señal es preocupante. No ha habido un solo gesto de reconocimiento del agravio; ni una palabra de disculpa. El silencio, en este caso, también es violencia.
El tribunal fue claro: el uso del aparato estatal para atacar a periodistas constituye una violación directa a la libertad de expresión y de prensa. Además, implica un uso indebido de recursos públicos. En cualquier país donde se respete el estado de derecho, esto debería derivar en responsabilidades administrativas y penales. Pero aquí, todo indica que quienes participaron en esa maquinaria de estigmatización seguirán en funciones. Algunos, incluso, con posibilidades de ascenso.
No se trata de censurar al presidente ni de exigir silencio. Se trata de restaurar los límites democráticos entre el poder y la prensa. Se trata de entender que el Estado no puede asumir el papel de juez moral, o de fiscal del periodismo. Porque cuando el poder amenaza, lo que sigue es la autocensura. Y cuando la crítica se convierte en riesgo, la democracia se convierte en farsa.
El Poder Judicial ha lanzado una advertencia: la libertad de expresión no puede ser secuestrada por la narrativa oficial. Le toca ahora al nuevo gobierno demostrar que entendió el mensaje. Si Sheinbaum quiere marcar distancia con su antecesor, puede comenzar por desmontar los aparatos de propaganda y persecución. Puede cesar a quienes la usaron como tribuna de difamación. Puede comprometerse a no usar jamás el micrófono presidencial como herramienta de hostigamiento. Pero lo dudo.
Si no lo hace, el mensaje será inequívoco: que lejos de corregir el rumbo, su gobierno seguirá transitando la misma senda del populismo autoritario que confunde poder con verdad, y que ve en el periodismo crítico no un contrapeso necesario, sino un enemigo a eliminar.