La vía correcta son los partidos
Juan Antonio García Villa.- Seguramente sorprenderá a muchos saber que hace ocho, nueve décadas casi no se hablaba de democracia y en el mundo no eran muchos los países que la reivindicaban. Era este un tema tabú. Porque no era entonces políticamente correcto hablar bien de la democracia o salir en su defensa.
Lo anterior como natural consecuencia de que estaban en pleno apogeo los regímenes abiertamente totalitarios, contrarios por definición a la democracia. Tales como el nazismo, el fascismo, el comunismo, el socialismo, el franquismo y otros de similar pelaje.
En la posguerra las cosas empezaron a cambiar, incluso al grado de que ostentarse como fiel demócrata era ya bastante lucidor. Tan grotesco fue en algunos casos el cambio que países socialistas y comunistas, para presumir de demócratas al cuadrado, definieron su régimen como de “democracias populares”, con perdón del pleonasmo.
En su célebre Teoría de la democracia, Giovanni Sartori afirma que en los al menos veinticinco siglos de su historia rastreable, la democracia ha caído en varias ocasiones en el olvido y hasta en descrédito.
Como ahora, aunque no lo parezca, porque si bien en los tiempos que corren nadie —o muy pocos— se atreven a proclamarse abiertamente antidemócratas, lo cual sería políticamente incorrecto, en los hechos amplios sectores de la población están cuando menos desencantados de la democracia, pero no se atreven a decirlo abiertamente, o no saben cómo expresarlo.
Su desencanto proviene en buena medida de que supusieron, erróneamente por supuesto, que con la instauración de la democracia se resolverían en automático todos los problemas sociales. El desarrollo en beneficio de todos, la justicia social y la plena vigencia de los derechos humanos llegarían por añadidura. Los enormes niveles de abstencionismo electoral tienen quizás en buena medida su origen en este desencanto democrático.
¿A qué viene lo anterior? A que la democracia, que hoy en día nadie se atreve a cuestionar abiertamente, está indisolublemente ligada en su manifestación más elemental y primaria, que es lo electoral, a los partidos políticos, a un sistema de partidos. Lo han afirmado con toda claridad los teóricos contemporáneos: sin partidos no puede haber democracia.
Sin embargo, sucede algo muy curioso, particularmente en nuestro país: los partidos políticos son objeto de implacable y feroz crítica. Razones para ello hay de sobra, desde luego. Pero no es la forma de resolver el problema.
A buena parte de los despiadados críticos de los partidos les ha dado por funcionar en lo que genéricamente llaman grupos de la “sociedad civil” u “organizaciones ciudadanas”, cuya naturaleza para efectos políticos, límites y alcances son etéreas e imprecisas. Consideran que a través de una interminable lista de membretes pueden suplir con eficacia a los partidos políticos para hacer que la democracia funcione. Se equivocan.
Que los partidos son cuevas de rufianes, de farsantes y simuladores que sólo ven por sus intereses como camarillas y a través de éstas controlan a los partidos es, en buena medida, una realidad inocultable.
Que por lo demás no es algo nuevo. Ya en 1915 Robert Michels lo había puesto teóricamente al descubierto en su célebre obra Los partidos políticos al esbozar lo que él llamó la “ley de hierro de las oligarquías” de los partidos, ley según la cual una pequeña minoría se apodera, casi siempre por los peores métodos, del control de los partidos en perjuicio de la democracia interna de éstos. Lo cual termina por afectar al régimen democrático mismo.
Mucho se ha discutido si esta llamada “ley de hierro” de Michels es fatalmente determinista, o no. En una sociedad libre y participativa no lo puede ser. En consecuencia, la solución está más bien en rescatar a los partidos de las camarillas que los dominan y controlan. No es tarea sencilla, pero no hay otra vía para efectivamente salvar a la democracia.