LOS ODIOS POLÍTICOS: LO QUE TOCAN LO CONTAMINAN Y HASTA LO MATAN… Por Esther Quintana
“El odio es la venganza de un cobarde intimidado”.
George Bernard Shaw
Carlos Thiebaut, maestro de filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid apunta que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio, pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”.
Nomás adviértase lo retorcido de semejante sentimiento. Se trata de una emoción susceptible de ser manipulada –principalmente por demagogos– y la Historia da cuenta del gran poder movilizador que posee. El objetivo de los odios públicos es causar mal a un colectivo concreto, a más de ser el caldo de cultivo ad hoc para delitos de odio, verbi gratia, los genocidios.
El discurso de odio no es más que el fomento o instigación al odio, a la humillación, a la burla, al menosprecio de una persona o grupo de personas, o bien al acoso, al descrédito o a la difusión de estereotipos negativos.
Este tipo de diatriba se va convirtiendo en un instrumento para obtener beneficios políticos, valiéndose de una narrativa incendiaria que estigmatiza al odiado. Se convierte en una amenaza para los valores democráticos, la estabilidad y la paz social. ¿Le suena familiar?
Vámonos a los ejemplos. Adolfo Hitler durante la Primera Guerra Mundial no era más que un soldado alemán de los que no aceptaban la derrota de su país. Desde los altos círculos de poder –lo cual no es novedad– se echó a andar el mito de que la guerra se había perdido por la traición interna. Hitler fue uno de los convencidos por semejante mentira. ¿Quiénes eran los traidores? Los judíos.
Al responsabilizar a los judíos, Hitler creó al enemigo, al odiado. Las circunstancias para sembrar la consigna cayó en terreno “fértil”, el ánimo del pueblo alemán estaba por los suelos, la derrota también trajo una terrible crisis económica en los años 20 y 30 del siglo veinte.
De modo, según los nazis, que la solución estribaba en echar a los judíos de Alemania. Con esto y la promesa de hacer de Alemania el país número uno, Adolfo Hitler ganó las elecciones en 1932. Llegado al poder se inicia la promulgación de leyes y medidas contra los judíos, culminando con el Holocausto, es decir con el asesinato de seis millones de judíos europeos. ¿Está clara la “metodología”? Y se repite hasta la fecha. ¿A quién dañan este tipo de maniacos enfermos de poder y de arrogancia? ¿Más familiar?
¿Por qué recurren a semejante depredador, porque eso es el odio, algunos líderes políticos? Por dos razones, expresan los estudiosos del tema: por la pérdida de banderas que enarbolar, es decir causas de una sociedad harta y decepcionada de la política y de los políticos, y la otra, la capacidad de los populismos para configurar identidades y alteridades.
Dicho en palabras llanas, se venden como los salvadores de la nación, héroes impolutos, que van a transformar lo terreno en un nirvana. Así se hizo Donald Trump de la presidencia de los vecinos. Su discurso permanente de odio, dándole rienda suelta a la xenofobia y recurriendo al nacionalismo populista traducido al proteccionismo económico y a la reconstrucción del rol de Estados Unidos a nivel mundial. Y hoy amenaza con regresar y muchos norteamericanos anhelan que así sea.
Entes como Trump, como Viktor Orbán en Hungría, productos del mismo gurú, Steve Bannon, han hecho del odio su emblema. Cada uno de ellos ha mermado la calidad democrática de sus países.
Estos populistas, porque eso son, se caracterizan por su desprecio a las élites económicas –yo diría que a modo, porque tarugos no son, requieren de sus capitales- e intelectuales.
Su legitimidad parte de una auto consideración de representante político de amplios sectores de la población que lidian contra un sistema corrupto, dominado por distintas élites y es ahí precisamente, en ese punto, donde el odio se convierte en cohesionador porque les concede una identidad colectiva y un enemigo común a destruir. Cualquier parecido le juro que no es casual. Hay un patrón pre establecido.
El líder populista es pues, quien decide quien es pueblo –nosotros– y quien no –ellos. Y a través de su discurso, enfatizo, aglutina las demandas de una multitud de personas con distintas problemáticas, circunstancia que no importa, porque es el odio y sus engendros, verbi gratia, la frustración, la que los hace uno.
Ese odio los mueve política y psicológicamente, los fanatiza, los vuelve ciegos y sordos a escuchar siquiera otros puntos de vista. ¡Cuidado con la manipulación de las emociones! Una vez alebrestadas, como es el caso del odio, se convierten en una creciente de fuerza imparable. Fue esa manipulación la que mató a millones de judíos y más atrás la que dio lugar a los crímenes perpetrados por la “Santa” Inquisición.
Hoy en día, la guerra de Putin contra Ucrania, y la ancestral entre judíos y palestinos, que sigue cubriendo de dolor y muerte al medio oriente. Jamás el odio ha engendrado frutos buenos, siempre son amargos y destructores. Ay de aquel que se vale de el para entronizarse y mantenerse.
Es una perversión recurrir a una emoción tan denigrante para alcanzar objetivos personales, valiéndoles madre, y discúlpenme el francés, la paz y la tranquilidad de sus pueblos. Y al final del día, como apuntaba Chaplin: “El odio de los hombres pasará, y los dictadores morirán, y el poder que le quitaron a la gente regresará a la gente. Y en tanto los hombres mueren, la libertad nunca perecerá”. Somos mexicanos, no lo olvidemos jamás. No nos permitamos dividirnos.