Nuestros fracasados sistemas para designar ministros de la Corte
Por Juan Antonio García Villa.- ¿Cuál ha sido la causa de que México, a lo largo de dos siglos, no haya tenido –salvo escasas excepciones– integrantes de la Suprema Corte verdaderamente independientes, doctos, honorables y probos? Básicamente la falla ha estado en el pésimo sistema establecido por nuestras Constituciones para su designación.
Se impone por ahora un rápido repaso histórico de este asunto, para conocer en qué exactamente ha consistido el problema.
En 1931 el eminente jurista Miguel Lanz Duret, en su obra clásica Derecho Constitucional Mexicano, escribió: “Uno de los problemas más discutidos… en nuestros Congresos Constituyentes… ha sido el relativo a la designación… de los Magistrados de la Suprema Corte de Justicia, pero se ha creído, y en gran parte con razón, que de la solución que se dé a ese problema dependerá la mayor o menor independencia de que disfruten los jueces federales frente a los otros dos Poderes constituidos del Estado…” (pág. 265 de la edición de 1959).
Bueno, pues a pesar de que se dice –ciertamente con razón– que la primera Constitución federal mexicana, la de 1824, fue en buena parte una copia al carbón de la Norteamericana de 1787, resulta inexplicable que la nuestra se haya apartado en este punto del modelo de la estadounidense. Ésta dispone un procedimiento relativamente sencillo pero eficaz: las propuestas de jueces de la Corte Suprema las hace el Presidente y las aprueba –o desecha– el Senado.En contraste, la Carta Magna mexicana de 1824 establecía que la elección de ministros de la Corte la harían las legislaturas de los estados en un mismo día a mayoría absoluta de votos, de entre personas que “a su juicio” estuvieren “instruidos en la ciencia del derecho” (art. 124).
El resultado de ese sistema, según Lanz Duret, fue pésimo y sus “resultados tenían que haber sido fatales, dado que las legislaturas no se consagraban a escoger hombres rectos, enérgicos y probos que vinieran a integrar la Corte Suprema… Constituían de ese modo, en vez de un tribunal respetable e independiente, un almácigo de politicastros”.
Los Constituyentes de 1857 modificaron el procedimiento de designación, tal vez para empeorarlo. Resolvieron que en lugar de ser los congresos locales los que nombraran a los ministros de la Corte fueran éstos designados mediante elección popular indirecta en primer grado en los términos que dispusiera la ley electoral (arts. 91 y 92), de entre ciudadanos que “a juicio de los electores” estuvieren “instruidos en la ciencia del derecho”.
Sobre este nuevo modelo Lanz Duret escribió: “Nadie en los estados se ocupaba de elegir cada seis años a varios individuos para integrar la alta magistratura del país, ni era posible que tuvieran candidatos por lo difícil que es conocer en cada rincón de la provincia a los más prestigiados abogados nacionales, ni aun suponiendo que no se seleccionara para el cargo sólo abogados, sino como lo permitía la Constitución de 57, se escogiera a generales, políticos o sin profesión ni oficios determinados”. (ob. cit., pág. 269)
En resumen, dice el mismo autor: “la Constitución de 57, que confiaba a la elección popular la designación de los Magistrados, debe decirse que es todavía peor y más nulos sus resultados… (además de que en los hechos) la selección de los jueces quedó en manos del Ejecutivo”. Y remata así: “nada es menos propio del sufragio del pueblo que la designación de funcionarios no políticos sino técnicos…” (p. 268)
Demoledora fue también la extensa crítica a ese sistema de elección popular de los ministros de la Corte que hizo el gran constitucionalista de principios del siglo XX, Emilio Rabasa, en su célebre obra La Constitución y la dictadura, publicada en 1913, en plena revolución. Escribió: “nuestro atraso es lastimoso. En ninguna nación de Europa se eligen democráticamente los Magistrados”. “Sólo están con nosotros Guatemala y Honduras en todo el mundo civilizado, y no podemos lisonjearnos de que tal compañía justifique nuestro sistema” (p. 198, de la ed. de Porrúa, 1976).
A pesar de las durísimas críticas de Rabasa y de que los Constituyentes de Querétaro incorporaron a la Constitución de 1917 un buen número de propuestas de cambio formuladas por el propio Rabasa, en este punto ningún caso le hicieron.
En efecto, en lugar de adoptar el sistema norteamericano, como debió haberse hecho desde 1824, la Constitución de 1917 estableció originalmente que la elección de los ministros de la Corte la hicieran ambas cámaras, en función de Colegio Electoral, por mayoría simple de votos, de entre las propuestas previamente recibidas, a razón de una por cada legislatura estatal.
Nuevo sistema fracasado, otra vez. Hasta que en 1928 se copió por fin el sistema norteamericano –con modificaciones en 1994— pero no lo suficientemente afinado, como quedó de manifiesto en el caso de la ministra Yasmín Esquivel, según veremos en la próxima entrega.