Un liliputiense mamón y sobrado que está despertando a Gulliver
Esther Quintana.- No puede estar más de acuerdo con la definición de odio que hace George Bernard Shaw, el ilustre escritor y dramaturgo irlandés. Hela aquí: “…es la venganza de un cobarde intimidado”. Etimológicamente la palabra proviene del latín odium, se trata de la antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien. Se trata de un sentimiento negativo que se canaliza en forma de deseo del mal para el sujeto u objeto odiado. Cuando un país está a punto de declarar la guerra, se estila provocar el odio hacia el enemigo entre la población y la milicia. De esta manera, así la violencia que se genera queda ¿justificada? Esta “estrategia” tan usual como podrida, se implanta en pueblos enteros y persiste por siglos. Por ejemplo el odio entre árabes y judíos. O el que Hitler sembró en el pueblo alemán para aborrecer a los judíos y provocar una guerra mundial.
Me pregunto, ¿cómo es posible que haya ese tipo de basura con liderazgo político y que arrastren a pueblos enteros a vivir en ese infierno de violencia consuetudinaria? Que capacidad de los populismos para auspiciar este tipo de identidades y alteraciones en quienes son presa de su influencia destructiva. Donald Trump, verbi gratia, se caracterizó por el permanente abanderamiento del odio, de la xenofobia y del nacionalismo populista, enarbolando la bandera del proteccionismo económico y la reconfiguración de Estados Unidos como líder en la esfera internacional. Y no es el único de los contemporáneos, están Matteo Salvini, expresidente de Italia y el premier húngaro Viktor Orbán. En Democracy Index califican a los tres países como “democracias defectuosas”, bajo la batuta de estos tres “iluminati”.
El odio, según Maquiavelo –y le dedicó un capítulo completo en su obra “El Príncipe”– es una herramienta política poco óptima para el rendimiento político y poco beneficiosa para la gobernanza. Y esto lo afirmó en una época en que no existía todavía la democracia como forma de gobierno. Ojo. Los líderes populistas tienen un elemento en común, su “legitimidad” la basan en su autoconsideración como representantes de amplios sectores de la sociedad que enfrentan un sistema corrupto dominado por élites, y este es el punto donde el odio se convierte en aglutinador de los diferentes estratos sociales para irse en contra del enemigo. Este discurso entre nosotros los buenos y ellos los malos “funciona”, abreva en una “fuente” de demandas sociales insatisfechas, pero manipuladas estratégicamente por el líder “mesiánico” que va a castigar a los traidores. ¿Le suena familiar? (En el gabinete del “preciso” actual hay varios bien pagados.) Esa insatisfacción se nutre del odio que transmite todos los días, el “líder”, produciendo división entre la sociedad. El liderazgo populista define quien es pueblo y quien no, quienes son los protagonistas y los antagonistas, es el hacedor de la narrativa que se circula en estos tiempos por los canales de las redes sociales y se multiplica acendrando la desunión. Y entre más separatismo más fortalecimiento de su popularidad –porque este tipo de liderete es vedette– y de su arraigo. El odio que siembra es el combustible para movilizar política y psicológicamente a personas que de otra manera no responderían.
La arenga del odio hacia los dirigentes, la antipolítica, es la punta de lanza de una estrategia cuyo objetivo rey es deslegitimar la democracia. Cuanto más se rebaje el debate público, cuanto más se contamine de este deleznable ingrediente, más se cierran las puertas para el diálogo plural y democrático. Así es como se “consolidan” quienes ya tienen poder y no necesitan ni de la política ni de la democracia, a las que abominan. Repito, en estos tiempos de redes sociales estamos ante un empobrecimiento fríamente calculado del debate público. La pregunta que debemos hacernos quienes no compartimos esta exhibición de miseria humana, esta degradación de política ayuntada con odio es: ¿qué y cómo vamos a hacerle para neutralizar esta deshumanización intencional que se empuja desde Palacio Nacional?
Quienes queremos un México en donde el odio tenga categoría de expresión marginal, tenemos el deber de concientizarnos, en primer lugar, de nuestra propia responsabilidad y de la vulnerabilidad de nuestros lazos comunes. Tenemos que empeñarnos en demostrar que es el camino del diálogo el que puede salvarnos, pero de un diálogo en el que la inteligencia y el respeto mutuo tengan sitial de privilegio, no de odio ayuntado con insultos y descalificaciones. Claro que para esto se requiere trabajar unidos, utilizar las redes sociales para concientizar, no para destruir, y caminar todo el país para hablar de frente, y sobre todo para escuchar lo que tienen que decir millones de compatriotas que están hasta la “ídem”, igual que nosotros, de esta dictadura encabezada por López Obrador, para detener su marcha.
Los niños y los jóvenes merecen un país en el que la democracia como forma de vida, no sea un cuento, sino una hermosa realidad. No quiero un país como Cuba o Venezuela, no quiero ese desastre, ese dolor, esa desesperanza, esa oscuridad… tragándose a nuestro país. No te vas a salir con la tuya grandísimo farsante. Eres perverso hasta el tuétano, no pen… como muchos creen. ¿Qué te pasa? Estás minimizando a Gulliver.